28 de febrero de 2025

El susurro de la luna (un cuento sobre mi tierra y sus gentes)

En lo más profundo del bosque, donde los robles se abrazan con los alcornoques y el viento huele a jara y tomillo, vivía una pequeña liebre blanca llamada Nuba. Tan veloz como el río cuando discurre por las gargantas y tan suave como las nubes que flotan sobre la bella dehesa extremeña.

Cada noche, Nuba se reunía con sus amigos en el claro del bosque para escuchar los cuentos que les susurraba la luna. Entre ellos estaban Curro, el cervatillo de ojos grandes y curiosos; Tula, la dulce y paciente tortuga que siempre llegaba tarde pero nunca faltaba; y Pipo, el pequeño lirón que apenas podía mantenerse despierto.



Esa noche, la luna tenía una historia especial.

—Hoy os contaré una fábula sobre el Misterio del Lago Plateado —dijo la luna con su dulce voz suave.

Los animalitos expectantes, levantaron más sus cabecitas y sus ojos reflejaban con más fuerza la luz de la luna.

—Hace mucho, mucho tiempo, en una dehesa como la vuestra, vivía un pequeño cerdito ibérico llamado Blas. No era como los demás. Mientras sus hermanos jugaban en los encinares, él soñaba con ver el reflejo de las estrellas en el agua.

Una noche, decidió aventurarse hasta el lago escondido. Caminó entre la hierba alta, esquivó las piedras y, cuando llegó, vio algo maravilloso: el agua brillaba como un espejo de plata. Pero lo más sorprendente era que, en la orilla, había una cigüeña negra, elegante y sabia, esperándolo.

—Has venido por el secreto, ¿verdad? —preguntó la cigüeña.

Blas asintió, sin atreverse a hablar y en cierta manera bastante asustado por la situación. 

—El secreto es simple: la belleza está en quien se detiene a mirarla —susurró el ave, extendiendo sus alas. Y te lo dice un ave que todos los años vuelve para observar a todos aquellos que disfrutan de su entorno.

Desde entonces, Blas volvió cada noche, y con el tiempo, otros animales también lo hicieron para escuchar a su amiga la cigueña. Juntos aprendieron que la magia de la dehesa no estaba solo en la belleza de  su tierra, sino en los ojos de quienes la contemplaban.

Cuando la luna terminó la historia, Nuba y sus amigos se quedaron en silencio, sintiendo la dulzura del cuento en sus corazones. Uno a uno, fueron cerrando los ojos, mecidos por el murmullo del bosque y la convicción de que, al despertar, la belleza seguiría allí, esperándolos, pues se encontraba en su interior.


Fin.


Moraleja: Vivimos en la tierra más hermosa, que se merece que la miremos con nuestros mejores ojos. Pero sin duda lo mejor de nuestra tierra es... Su gente. ¿Y si cultivamos la belleza que de verdad existe en nuestro interior?

21 de febrero de 2025

Una fábula: El canto del Ruiseñor

 Había una vez un viejo sabio que vivía en lo profundo del bosque, en una cabaña rodeada de flores y árboles centenarios. Se decía que aquel hombre tenía la respuesta a todas las preguntas y que quien acudiera a él con un problema recibiría la ayuda necesaria para encontrar su camino.

Un día, Jesé llegó a la cabaña con el corazón lleno de angustias. Se sentía perdido, incapaz de ayudar a los demás sin sentirse muy agotado. Al ver al sabio, le preguntó:

—Maestro, deseo ayudar a quienes sufren, pero termino quemado y confundido. ¿Cómo puedo brindar ayuda sin perderme a mí mismo?

El sabio sonrió y, en lugar de responder, señaló a un ruiseñor que cantaba en la rama más alta de un roble.

—Observa a este ruiseñor —dijo—. Cada mañana canta su canción sin esperar aplausos ni pedir recompensa. Solo canta porque es su naturaleza. Así es como debes ayudar: desde el amor, sin apego a los resultados. 

Jesé meditó en esas palabras, pero aún tenía dudas.

—Maestro, a veces siento que no soy suficiente para ayudar a otros. ¿Cómo puedo dar lo mejor de mí?

El sabio tomó un pequeño espejo y se lo entregó.

—Primero, debes mirarte con amor y aceptación. Si tú no crees en tu propio valor, ¿cómo esperas que los demás lo hagan? La verdadera ayuda nace cuando primero nos sanamos a nosotros mismos. 

Jesé observó su reflejo y asintió. Luego preguntó:

—Pero, ¿cómo sé cuándo mi ayuda es útil y cuándo debo dejar que el otro encuentre su propio camino?

El sabio recogió una semilla de roble y la puso en su mano.

—Cuando plantas una semilla, no la obligas a crecer, ¿verdad? Solo la cuidas y confías en que la naturaleza hará su trabajo. Ayudar no es imponer, sino inspirar y confiar en que el otro encontrará su propio poder. 

Jesé suspiró, comprendiendo poco a poco, pero tenía una última duda.

—Maestro, a veces quiero ayudar, pero no sé por dónde empezar.

El sabio tomó un cuenco y lo llenó de agua clara. 

—Si tienes agua clara y tienes sed ¿Que haces? Bebes. Eso es lo primero. 

—Comienza con pequeños sorbos de honestidad, humildad, atención plena, respeto y de escucha atenta. Y luego un gran trago de confianza y actuando con integridad verás cómo tu ayuda se vuelve poderosa. 

Mientras Jesé absorbía aquellas lecciones, una brisa ligera trajo consigo pétalos de flores silvestres, samaras del viejo olmo y vilanos de dientes de león que sin duda harán brotar nuevos retoños. El ruiseñor siguió cantando y el sabio susurró:

—Y nunca olvides que ayudar también es un arte. A veces, un poema, una canción, una sonrisa, o una mirada sincera pueden sanar más que mil palabras. La belleza y la sensibilidad son bálsamos para el alma. 

Jesé agradeció al sabio su tiempo y su saber y, con un corazón más ligero, emprendió su camino. Desde aquel día, ayudó con amor, conciencia y sabiduría, sin perderse a sí mismo en el intento.

Y así, su vida se convirtió en un canto, como el del ruiseñor en el roble.




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