(Cuando no para de llover)
Llovía sin descanso. Desde hacía semanas, las nubes cubrían el cielo como un manto pesado que nadie podía apartar. La gente en el pueblo caminaba con la cabeza gacha, los paraguas desgastados y el agua filtrándose por las grietas de los techos. La tristeza se había instalado en cada rincón, como si el sol jamás fuera a regresar.
En la casa al final de la calle, Martina observaba la lluvia golpear la ventana. Había perdido a su padre poco antes de que comenzara aquel diluvio interminable, y la sensación de vacío en su pecho parecía reflejarse en el cielo gris. A su lado, su hermano menor, Andrés, jugaba con un barco de papel, dejándolo flotar en el agua que se acumulaba en el patio.
—Dices que va a dejar de llover algún día, ¿verdad? —preguntó Andrés, sin apartar la vista de su barco.
Martina le revolvió el cabello con suavidad.
—Claro que sí. Siempre deja de llover.
Pero en su interior, no estaba segura. El pueblo entero parecía atrapado en una tristeza infinita, como si la lluvia nunca cesara.
(Buscando luz en la tormenta)
Al día siguiente, su vecina, la señora Elena, la llamó desde la ventana. Le ofreció unas galletas recién horneadas. Aunque no tenía mucho apetito, Martina aceptó. El sabor dulce le recordó que, incluso en la tristeza, había pequeños momentos de consuelo.
Más tarde, al salir al patio con Andrés, lo observó jugar con su barco y decidió acompañarlo. Poco a poco, se permitió sonreír. Recordó que su madre decía que, cuando uno no encuentra fuerzas, ayudar a otros puede encender una chispa dentro de uno mismo. Por ello, en los días siguientes, ayudó a Elena a reparar su tejado, visitó a su amiga Sara y le llevó una carta con palabras de ánimo.
(El cambio en el pueblo)
Una tarde, después de días de tormenta, ocurrió algo distinto. Un grupo de niños comenzó a correr por la calle, chapoteando en los charcos y riendo. Sus risas rompieron el silencio lúgubre de los últimos días. Poco a poco, más personas se asomaron a las puertas, observando cómo los niños se empapaban sin miedo, como si la lluvia no fuera algo que debiera entristecerlos, sino solo ser parte del juego.
Esa noche, la lluvia siguió cayendo, pero el pueblo ya no se sentía tan triste. Y cuando, días después, el sol apareció entre las nubes, Martina entendió que la tristeza, como la lluvia, no era eterna. Siempre, tarde o temprano, llega el momento en que las nubes se apartan y la luz vuelve a brillar.
De José Manuel Párraga Sánchez, deseando que encuentres tu camino para sentirte mejor.
Imágenes creadas con IA
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