En el país de Las Voces Rotas, la gente vivía en guerra constante.
No una guerra de espadas… sino de palabras. Una guerra absurda, diaria, agotadora.
La del “tú eres de los míos o eres mi enemigo”, como si el mundo fuera un eterno duelo del Oeste, pero sin sombreros pero con pistolas cargadas.
Cada mañana, ciudadanos buenos, trabajadores, gente normal… se levantaban para entrar en una pelea que ni siquiera era suya.
Una pelea diseñada, financiada y alimentada por quienes ganaban mucho cuando la gente perdía la calma.
Mientras tanto, ellos, los de arriba, más tranquilos que el aire acondicionado en invierno.
En las redes, el fuego era diario:
-Familias discutiendo.
-Amigos bloqueándose.
-Vecinos dejando de saludarse porque uno votaba añil y el otro naranja.
Como si la política fuera fútbol… y el país estuviera en un eterno derbi donde siempre se perdía la convivencia.
Lo curioso era que los que más gritaban nunca eran los que tomaban decisiones.
La sociedad se destrozaba entre sí mientras los de arriba se frotaban las manos:
las divisiones daban clics; los clics daban poder; el poder quería todavía más poder.
Hasta que un día, en un barrio cualquiera, un hombre llamado David —el tipo más tranquilo del mundo, aficionado al café y enemigo jurado del drama— publicó un mensaje que nadie esperaba.
“A mí no me paga ningún partido por enfadarme. Y sin embargo, yo sí que pago cada vez que lo hago: con mi salud, mi ánimo y mis relaciones.”
Luego añadió, con su humor sutil pero certero: “Yo discuto por política lo justo: lo que dura un suspiro… y a veces ni eso.”
“Si los políticos quieren pelear, perfecto. Pero que no me apunten a mí, que yo bastante tengo con mi vida.”
El mensaje hizo un ruido distinto, un ruido limpio, como el sonido de una ventana que se abre después de años cerrada.
David siguió escribiendo: “Los políticos tienen derecho a discrepar. Es su trabajo.
Pero los ciudadanos tenemos derecho a vivir en paz, a hablar sin gritar y a pensar diferente sin convertirnos en enemigos.”
Y remató con un toque cómico: “Discuto solo por causas serias. Y que yo sepa, ningún partido me ha prometido un jamón por defenderles y si a alguien si pues ya le tocará a los jueces decidir.”
La publicación explotó.
La gente comenzó a reaccionar porque, en el fondo, todos estaban cansados de la guerra… y nadie lo había dicho tan claro ni tan divertido.
Las respuestas empezaron a llegar:
—“Atacar destruye. Promover inspira. Y lo que inspira es lo que cambia un pais.”
—“Enfadarse gratis por ideas ajenas es un deporte rancio… pero yo me he retirado.”
—“Si me voy a enfadar, que sea porque se me quemó la tostada, no por lo que vota el vecino.”
—“Los que cobran por discutir que discutan; los ciudadanos mejor construimos compartiendo lo que amamos.”
Ese mismo día, David cerró su mensaje con algo que dejó a muchos pensando:
“Yo ya no voy a gastar mi energía atacando lo que detesto.
Voy a usarla para promover lo que amo.
No voy a insultar lo que no comparto.
Dejaré de seguir leyendo a los de las pistolas cargadas
Voy a defender lo que creo. Y sobre todo, voy a tratar de entender lo que otros valoran.
Porque así se construye un país… no rompiendo puentes, sino cruzándolos.”
Y añadió, riendo:
“Yo ya no rompo puentes: como mucho, casco huevos.”
Lo impensable ocurrió.
Gente de ideologías opuestas empezó a compartir la publicación:
unos decían “qué descanso leer esto”;
otros, “ojalá todos pensáramos así”;
y muchos reconocían:
“Promover lo que te gusta es mucho más poderoso que atacar lo que te enfada y lo que te defrauda.”
La política siguió siendo política.
Los debates siguieron siendo debates.
Los de arriba siguieron siendo… de arriba.
Pero abajo, entre la gente real, empezó un cambio de verdad.
-Cambió el tono.
-Cambió el gesto.
-Cambió la energía.
Descubrir que otro pensaba distinto dejó de ser una amenaza…
y volvió a ser lo que siempre debió ser:
una oportunidad para aprender, para dialogar y para convivir.
Porque cuando los ciudadanos deciden que no van a pelear por ideas que otros usan para dividir…
los que quieren dividir pierden.
Cuando dejamos de atacar lo que odiamos
y empezamos a promover lo que amamos,
la sociedad respira.
Y cuando la empatía entra en la conversación…
la confrontación se va por las alcantarillas que es de donde nunca debió salir.
Por Jose Manuel Párraga Sánchez