21 de noviembre de 2025

El día que el pueblo decidió dejar de pelear por ideas ajenas.

En el país de Las Voces Rotas, la gente vivía en guerra constante.

No una guerra de espadas… sino de palabras. Una guerra absurda, diaria, agotadora.



La del “tú eres de los míos o eres mi enemigo”, como si el mundo fuera un eterno duelo del Oeste, pero sin sombreros pero con pistolas cargadas.

Cada mañana, ciudadanos buenos, trabajadores, gente normal… se levantaban para entrar en una pelea que ni siquiera era suya.

Una pelea diseñada, financiada y alimentada por quienes ganaban mucho cuando la gente perdía la calma.

Mientras tanto, ellos, los de arriba, más tranquilos que el aire acondicionado en invierno.

En las redes, el fuego era diario:

-Familias discutiendo.

-Amigos bloqueándose.

-Vecinos dejando de saludarse porque uno votaba añil y el otro naranja.

Como si la política fuera fútbol… y el país estuviera en un eterno derbi donde siempre se perdía la convivencia.

Lo curioso era que los que más gritaban nunca eran los que tomaban decisiones.

La sociedad se destrozaba entre sí mientras los de arriba se frotaban las manos:

las divisiones daban clics; los clics daban poder; el poder quería todavía más poder.

Hasta que un día, en un barrio cualquiera, un hombre llamado David —el tipo más tranquilo del mundo, aficionado al café y enemigo jurado del drama— publicó un mensaje que nadie esperaba.


“A mí no me paga ningún partido por enfadarme. Y sin embargo, yo sí que pago cada vez que lo hago: con mi salud, mi ánimo y mis relaciones.”

Luego añadió, con su humor sutil pero certero: “Yo discuto por política lo justo: lo que dura un suspiro… y a veces ni eso.”

“Si los políticos quieren pelear, perfecto. Pero que no me apunten a mí, que yo bastante tengo con mi vida.”

El mensaje hizo un ruido distinto, un ruido limpio, como el sonido de una ventana que se abre después de años cerrada.

David siguió escribiendo: “Los políticos tienen derecho a discrepar. Es su trabajo.

Pero los ciudadanos tenemos derecho a vivir en paz, a hablar sin gritar y a pensar diferente sin convertirnos en enemigos.”

Y remató con un toque cómico: “Discuto solo por causas serias. Y que yo sepa, ningún partido me ha prometido un jamón por defenderles y si a alguien si pues ya le tocará a los jueces decidir.”

La publicación explotó.

La gente comenzó a reaccionar porque, en el fondo, todos estaban cansados de la guerra… y nadie lo había dicho tan claro ni tan divertido.

Las respuestas empezaron a llegar:

—“Atacar destruye. Promover inspira. Y lo que inspira es lo que cambia un pais.”

—“Enfadarse gratis por ideas ajenas  es un deporte rancio… pero yo me he retirado.”

—“Si me voy a enfadar, que sea porque se me quemó la tostada, no por lo que vota el vecino.”

—“Los que cobran por discutir que discutan; los ciudadanos mejor construimos compartiendo lo que amamos.”


Ese mismo día, David cerró su mensaje con algo que dejó a muchos pensando:

“Yo ya no voy a gastar mi energía atacando lo que detesto.

Voy a usarla para promover lo que amo.

No voy a insultar lo que no comparto.

Dejaré de seguir leyendo a los de las pistolas cargadas 

Voy a defender lo que creo.  Y sobre todo, voy a tratar de entender lo que otros valoran.

Porque así se construye un país… no rompiendo puentes, sino cruzándolos.”


Y añadió, riendo:

“Yo ya no rompo puentes: como mucho, casco huevos.”

Lo impensable ocurrió.

Gente de ideologías opuestas empezó a compartir la publicación:

unos decían “qué descanso leer esto”;

otros, “ojalá todos pensáramos así”;

y muchos reconocían:

“Promover lo que te gusta es mucho más poderoso que atacar lo que te enfada y lo que te defrauda.”

La política siguió siendo política.

Los debates siguieron siendo debates.

Los de arriba siguieron siendo… de arriba.

Pero abajo, entre la gente real, empezó un cambio de verdad.

-Cambió el tono.

-Cambió el gesto.

-Cambió la energía.


Descubrir que otro pensaba distinto dejó de ser una amenaza…

y volvió a ser lo que siempre debió ser:

una oportunidad para aprender, para dialogar y para convivir.

Porque cuando los ciudadanos deciden que no van a pelear por ideas que otros usan para dividir…

los que quieren dividir pierden.

Cuando dejamos de atacar lo que odiamos

y empezamos a promover lo que amamos,

la sociedad respira.


Y cuando la empatía entra en la conversación…

la confrontación se va por las alcantarillas que es de donde nunca debió salir.


Por Jose Manuel Párraga Sánchez

9 de noviembre de 2025

El mapa invisible. (Un cuento de otoño)

El mapa invisible

Clara siempre sintió una atracción mágica por los mapas. Desde niña, le fascinaba desplegar aquellos enormes papeles que su padre guardaba como tesoros. Se sentaba en el suelo, con las piernas cruzadas, y pasaba los dedos por las líneas de colores que serpenteaban como ríos secretos por nombres de ciudades que sonaban a promesa, por montañas dibujadas con relieves que parecían susurrarle historias. No era tanto el deseo de viajar sino la intuición profunda de que cada mapa contenía un camino de regreso, una forma de no perderse del todo.


Con los años, aquella niña curiosa se convirtió en una mujer que caminaba con prisa. Las horas se llenaron de reuniones, correos, compromisos. Las responsabilidades crecían como maleza en un jardín abandonado, y lo que antes la hacía sonreír quedó relegado a rincones polvorientos de su memoria. Hasta que un día, sin previo aviso, algo dentro de ella se quebró.

No fue una tragedia concreta. Simplemente despertó con la sensación de estar ausente de sí misma. Se miró al espejo y no reconoció la mirada que la observaba. No era tristeza, ni rabia: era vacío. Como si la brújula que marcaba su norte se hubiera desvanecido sin dejar rastro.

Los días se volvieron un laberinto sin salida. Trabajaba, respondía, sonreía, pero todo sonaba hueco, como si interpretara un papel cuyo guion había olvidado. Empezó a repetirse en voz baja, como un mantra roto: “me he perdido".

Una tarde de domingo, harta de esa sensación, salió a caminar sin rumbo. La ciudad parecía suspendida en una calma dorada, como si el tiempo se hubiera detenido antes del anochecer. Sin pensarlo, sus pasos la llevaron hasta el viejo parque de su infancia. Aquel lugar donde aprendió a montar en bicicleta, donde su madre le leía cuentos bajo un roble, donde la vida tenía un ritmo más lento, más amable.

Se sentó en un banco, y fue allí, entre ecos de risas lejanas y el canto de los pájaros, cuando una frase olvidada emergió desde lo más profundo de su memoria: 

Si un día te pierdes, búscate en las cosas que amas

Al principio le pareció una frase bonita, sin más. Pero algo en ella empezó a resonar, como una melodía que no podía ignorar. ¿Y si el camino de regreso no estaba en encontrar respuestas, ni en cumplir expectativas ajenas? ¿Y si la clave era volver a mirar hacia aquello que siempre había encendido su corazón?

Esa noche, desde lo alto de su armario bajó una caja cubierta de polvo. Dentro encontró fragmentos de otra vida: pinceles manchados de acuarela, fotografías en blanco y negro de sus viajes de estudiante, cuadernos llenos de frases, dibujos, garabatos. Los tocó con cuidado, como quien acaricia reliquias. Y en ese gesto, algo dentro de ella respiró por primera vez en semanas.


En los días siguientes, comenzó a tejer hilos de regreso. Compró papel nuevo y pintó sin preocuparse por la técnica, solo por el placer de ver cómo los colores se mezclaban. Encendió el viejo tocadiscos y dejó que una melodía de piano impregnara el salón. Abrió un libro y con cada página volvió a sentir la calma que siempre encontraba en la lectura.

Eran gestos pequeños, casi insignificantes. Pero como brasas bajo la ceniza, empezaron a devolverle el fuego de su interior que tanto anhelaba.

Y entonces lo comprendió: no se trataba de recuperar a la mujer que había sido, sino de redescubrir que su esencia seguía intacta, esperando bajo el ruido de las obligaciones. La que soñaba con mapas, la que se perdía en una canción, la que pintaba sin miedo a mancharse las manos… esa Clara nunca se había ido. Sólo estaba cubierta de polvo.


Al día siguiente volvió al parque con su cuaderno. Se sentó bajo el mismo roble donde su madre le leía cuentos, y esta vez fue ella quien escribió. No sabía qué palabras saldrían, pero escribió con libertad. Las frases brotaron como agua de manantial. No eran textos perfectos, ni falta hacía. Eran pedazos de sí misma que volvían a colocarse en su lugar.

Ese día entendió algo que transformó su forma de mirar el mundo: perderse no siempre es un error. A veces es una señal de que ha llegado el momento de regresar a lo esencial. Y ese regreso no se encuentra en consejos externos, ni en fórmulas mágicas, sino en las cosas que uno ama. Porque ahí, en ese amor silencioso y profundo, reside lo que realmente somos.

Clara levantó la vista del cuaderno. El atardecer pintaba el cielo de naranja, violeta y oro. Las hojas del roble susurraban como si quisieran contarle algo, y el viento, suave como una caricia, parecía envolverla en un abrazo añejo.

Entonces lo comprendió: no era que se hubiera perdido, sino que había estado buscando en mapas ajenos, en rutas que no le pertenecían. Su verdadero camino no tenía coordenadas ni fronteras. Era un sendero invisible, tejido con los hilos de lo que amaba, de lo que la hacía vibrar sin razón.

Y en ese instante, Clara dejó de buscarse. Porque ya no era necesario.

Se convirtió en parte del paisaje, en la música del parque, en la luz que se filtraba entre las ramas. Era la niña que soñaba con mapas, la mujer que escribía bajo un roble, la viajera que había aprendido que el regreso no siempre es volver al punto de partida, sino encontrar el punto donde el alma respira tranquila.

Sonrió, con una sonrisa que no era de alegría ni de alivio, sino de certeza. 

Porque descifró que el mapa que siempre había buscado no estaba en los cajones, ni en los libros, ni en las palabras de otros.

El mapa era ella.

Y cada paso que daba, cada color que mezclaba, cada frase que escribía, era una coordenada más en la geografía íntima de su ser.

Así, sin necesidad de brújula ni destino, Clara siguió caminando.

Y el mundo, por primera vez en mucho tiempo, la siguió.




10 de junio de 2025

¿Y si te regalaras 21 días para sentirte mejor?

 

🌟 ¿Y si te regalaras 21 días para sentirte mejor?
A veces, lo que necesitamos no es empezar una vida nueva… sino empezar a tratarnos de una forma nueva.
💛 Con más calma.
💛 Con más comprensión.
💛 Con más amor del bueno, del que nace desde dentro.
Por eso quiero invitarte a un pequeño gran cambio:
21 días para conectar contigo, cuidar tus emociones y empezar a sentirte mejor.
No necesitas estar “bien” para empezar. Solo necesitas querer estar un poquito mejor que ayer.
Y yo estaré acompañándote cada día, con una píldora emocional que te guíe, te abrace y te recuerde que tú también importas.
✨ No hay exigencias.
✨ No hay presión.
✨ Solo un espacio amoroso para que vuelvas a ti.
¿Te sumas a este camino de 21 días conmigo?
Las próximas 21 mañanas pondré a tu disposición 21 píldoras emocionales para que te sientas mejor.
Si lo prefieres te las puedo enviar a tu correo electrónico todos los días, para ello escríbeme a metodoiris.parraga@gmail.com y a primera hora de cada día caminaremos juntos
🟡 Empieza hoy. Contigo. Para ti. Camina conmigo.
🌿 Gestión Emocional 3.0



🟡 Día 1 – Lunes
✨ No tienes que poder con todo. Solo con lo que hoy toca. Y con eso, ya es suficiente.
Antes de hacer nada piensa que es lo más importante que tienes que hacer hoy. Y al menos haz eso. No te pidas más.
Céntrate en esa tarea que tengas pendiente y ponte con ella.
A lo mejor es algo tan simple como dedicarte a ti ese tiempo. Una ducha agradable, un café calentito con cruasán, o... porque no vas al cine.
Pero lo que decidas hacer hazlo. A lo mejor se trata de "regalar" tiempo a tu familia. Hazlo. O si se trata de por ejemplo, hacer la declaración de hacienda... Hazla.
Recuerda, no tienes que poder con todo, solo con lo que hoy toca.
Vamos a por el primer día de nuestra transformación.



🟡 Día 2 – Martes
🧘 Respira. A veces, lo que necesitas no es una solución, sino una pausa.
Hoy nos vamos a centrar en respirar. Ahora mismo según lees esto realiza una inspiración profunda y luego deja salir el aire lo más lento que puedas. Hazlo dos o tres veces.
Y a lo largo del día de hoy date una pausa, al menos 6-8 veces para respirar de una forma consciente como acabamos de hacer.










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