9 de noviembre de 2025

El mapa invisible. (Un cuento de otoño)

El mapa invisible

Clara siempre sintió una atracción mágica por los mapas. Desde niña, le fascinaba desplegar aquellos enormes papeles que su padre guardaba como tesoros. Se sentaba en el suelo, con las piernas cruzadas, y pasaba los dedos por las líneas de colores que serpenteaban como ríos secretos por nombres de ciudades que sonaban a promesa, por montañas dibujadas con relieves que parecían susurrarle historias. No era tanto el deseo de viajar sino la intuición profunda de que cada mapa contenía un camino de regreso, una forma de no perderse del todo.


Con los años, aquella niña curiosa se convirtió en una mujer que caminaba con prisa. Las horas se llenaron de reuniones, correos, compromisos. Las responsabilidades crecían como maleza en un jardín abandonado, y lo que antes la hacía sonreír quedó relegado a rincones polvorientos de su memoria. Hasta que un día, sin previo aviso, algo dentro de ella se quebró.

No fue una tragedia concreta. Simplemente despertó con la sensación de estar ausente de sí misma. Se miró al espejo y no reconoció la mirada que la observaba. No era tristeza, ni rabia: era vacío. Como si la brújula que marcaba su norte se hubiera desvanecido sin dejar rastro.

Los días se volvieron un laberinto sin salida. Trabajaba, respondía, sonreía, pero todo sonaba hueco, como si interpretara un papel cuyo guion había olvidado. Empezó a repetirse en voz baja, como un mantra roto: “me he perdido".

Una tarde de domingo, harta de esa sensación, salió a caminar sin rumbo. La ciudad parecía suspendida en una calma dorada, como si el tiempo se hubiera detenido antes del anochecer. Sin pensarlo, sus pasos la llevaron hasta el viejo parque de su infancia. Aquel lugar donde aprendió a montar en bicicleta, donde su madre le leía cuentos bajo un roble, donde la vida tenía un ritmo más lento, más amable.

Se sentó en un banco, y fue allí, entre ecos de risas lejanas y el canto de los pájaros, cuando una frase olvidada emergió desde lo más profundo de su memoria: 

Si un día te pierdes, búscate en las cosas que amas

Al principio le pareció una frase bonita, sin más. Pero algo en ella empezó a resonar, como una melodía que no podía ignorar. ¿Y si el camino de regreso no estaba en encontrar respuestas, ni en cumplir expectativas ajenas? ¿Y si la clave era volver a mirar hacia aquello que siempre había encendido su corazón?

Esa noche, desde lo alto de su armario bajó una caja cubierta de polvo. Dentro encontró fragmentos de otra vida: pinceles manchados de acuarela, fotografías en blanco y negro de sus viajes de estudiante, cuadernos llenos de frases, dibujos, garabatos. Los tocó con cuidado, como quien acaricia reliquias. Y en ese gesto, algo dentro de ella respiró por primera vez en semanas.


En los días siguientes, comenzó a tejer hilos de regreso. Compró papel nuevo y pintó sin preocuparse por la técnica, solo por el placer de ver cómo los colores se mezclaban. Encendió el viejo tocadiscos y dejó que una melodía de piano impregnara el salón. Abrió un libro y con cada página volvió a sentir la calma que siempre encontraba en la lectura.

Eran gestos pequeños, casi insignificantes. Pero como brasas bajo la ceniza, empezaron a devolverle el fuego de su interior que tanto anhelaba.

Y entonces lo comprendió: no se trataba de recuperar a la mujer que había sido, sino de redescubrir que su esencia seguía intacta, esperando bajo el ruido de las obligaciones. La que soñaba con mapas, la que se perdía en una canción, la que pintaba sin miedo a mancharse las manos… esa Clara nunca se había ido. Sólo estaba cubierta de polvo.


Al día siguiente volvió al parque con su cuaderno. Se sentó bajo el mismo roble donde su madre le leía cuentos, y esta vez fue ella quien escribió. No sabía qué palabras saldrían, pero escribió con libertad. Las frases brotaron como agua de manantial. No eran textos perfectos, ni falta hacía. Eran pedazos de sí misma que volvían a colocarse en su lugar.

Ese día entendió algo que transformó su forma de mirar el mundo: perderse no siempre es un error. A veces es una señal de que ha llegado el momento de regresar a lo esencial. Y ese regreso no se encuentra en consejos externos, ni en fórmulas mágicas, sino en las cosas que uno ama. Porque ahí, en ese amor silencioso y profundo, reside lo que realmente somos.

Clara levantó la vista del cuaderno. El atardecer pintaba el cielo de naranja, violeta y oro. Las hojas del roble susurraban como si quisieran contarle algo, y el viento, suave como una caricia, parecía envolverla en un abrazo añejo.

Entonces lo comprendió: no era que se hubiera perdido, sino que había estado buscando en mapas ajenos, en rutas que no le pertenecían. Su verdadero camino no tenía coordenadas ni fronteras. Era un sendero invisible, tejido con los hilos de lo que amaba, de lo que la hacía vibrar sin razón.

Y en ese instante, Clara dejó de buscarse. Porque ya no era necesario.

Se convirtió en parte del paisaje, en la música del parque, en la luz que se filtraba entre las ramas. Era la niña que soñaba con mapas, la mujer que escribía bajo un roble, la viajera que había aprendido que el regreso no siempre es volver al punto de partida, sino encontrar el punto donde el alma respira tranquila.

Sonrió, con una sonrisa que no era de alegría ni de alivio, sino de certeza. 

Porque descifró que el mapa que siempre había buscado no estaba en los cajones, ni en los libros, ni en las palabras de otros.

El mapa era ella.

Y cada paso que daba, cada color que mezclaba, cada frase que escribía, era una coordenada más en la geografía íntima de su ser.

Así, sin necesidad de brújula ni destino, Clara siguió caminando.

Y el mundo, por primera vez en mucho tiempo, la siguió.




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